Los faraones de la IV Dinastía levantaron junto a las pirámides enormes santuarios al dios Sol, que constituyen impresionantes testimonios de la posición sobresaliente del dios en aquella época. En el punto central de estos santuarios se alzaba un voluminoso obelisco. Era un símbolo de la piedra sísmica original del templo de Heliópolis que recibió los primeros rayos solares después de la creación. De ella se deriva la forma de los esbeltos obeliscos posteriormente.
El movimiento de la divinidad cósmica en el firmamento era objeto de diversas interpretaciones. Se creía que durante el día el dios del Sol cruzaba el cielo en su barca y que durante la noche atravesaba los campos del averno; según otra versión, Nut, la diosa del cielo, se tragaba cada anochecer al sol, después del ocaso, y lo alumbraba de nuevo en la aurora siguiente, antes de su salida; también se pensaba que el dios escarabajo Jepre hacía rodar la pelota solar sobre el firmamento.
El Sol y el Nilo, la arteria vital de Egipto, eran los factores dominantes del medio ambiente en el país. Por ello el dios del Sol tenía una importancia capital, que se vio incrementada al fundirse con otras divinidades. Des su unión con Horus surgió Ra-Harajte, con Montu dio lugar a Montu-Ra, y al fundirse con Amón formó Amón-Ra. Con Atum, el dios de la creación, formó Atum-Ra, una unión cuyo objetivo era la renovación perpetua. La Letanía del Sol -un texto religioso que aparece en las paredes de algunas tumbas reales del Imperio Nuevo- describe la unión del dios del Sol con Osiris, el dios del Inframundo. El Imperio Nuevo fue también la época de los grandes himnos, en los que el fallecido ruega al dios del Sol que lo acoja para toda la eternidad como miembro de su séquito.